Como decía recientemente un articulista, el futuro tiene un nombre poético: el Internet de las cosas o según su denominación en inglés: The Internet of Things (IoT).
La idea es muy simple, aunque su aplicación es algo más compleja, consiste en conectar todos los objetos cotidianos de forma que tanto las personas como los objetos puedan conectarse a Internet en cualquier momento y lugar.
En un sentido más técnico, consisten en la integración de sensores y dispositivos de identificación en objetos cotidianos que quedan conectados a Internet, conectados entre sí y, nos permiten conectarnos con ellos, a través de redes fijas e inalámbricas.
Se calcula que cualquier ser humano, de nuestro entorno cultural, está rodeado de 1.000 a 5000 objetos. El Internet de las cosas debe ser capaz de codificar de 50 a 100.000 millones de objetos y ser capaz de seguir el movimiento de estos.
Los objetos que forman parte de nuestra vida cotidiana siempre han generado gran cantidad de información, pero esa información estaba fuera de nuestro alcance. Con el IoT, pequeños sensores están siendo integrados en los objetos del mundo real y son instrumentos que proporcionan información de prácticamente todo lo que es posible medir. De esta manera, cada vez estamos más interconectados y las personas y objetos pueden interactuar de manera completamente distinta.
El Internet de las cosas no es una idea nueva. A principios de los años noventa, Mark Weiser, director científico del Xerox Palo Alto Research Center, introdujo el concepto de «computación ubicua», que abogaba por un futuro en el que la computación desaparecería de nuestra vista, es decir, que formaría parte integral de nuestra vida diaria y resultaría transparente para nosotros. Pero el término se utilizó por primera vez por Kevin Ashton en 1.999, popularizando el mismo el Auto-ID Center, dependiente del Massachusetts Institute of Technology (MIT).